Valderrubio, un municipio en la vertiente occidental de la Vega de Granada.
Era agosto. Allí, en agosto, cuando era pequeño, hacía tanto calor que obligaban a los niños a dormir la siesta.
Pero yo siempre salía a la calle, preocupando a mi abuela, para investigar el arroyo. A ver si encontraba algún tesoro color bronce.
Pero no había más que cartuchos de bala antiguos, perros muertos, picaduras de tábanos e insolaciones gratis.
Imagino que en 1936 también acostaban a los niños a mediodía. Probablemente habría otro tipo de tesoros en el arroyo.
O, quién sabe, quizá había agua.
Lo que sí imagino es que, al caer el sol naranja, la gente sacaba las sillas a la calle y cantaban.
Mi abuelo, en su versión prime, tocaba la bandurria y enamoraba a la chica más guapa del pueblo.
Había duende ahí y no era verde.
A mi abuelo le pusieron varios motes: lo llamaban “el Paletillero”, y luego “Papá Paco”.
A mí solo me decían “el niño gris”, como si fuera un temporal.
Supongo que nunca estuve el tiempo suficiente como para ganarme uno de verdad.
Y si lo hubiera hecho, estoy seguro de que sería una persona horrible ahora.
De todas formas, nunca cambiaría ese mote.
Las últimas palabras de mi abuelo fueron: “¿Dónde está el niño?”, mientras mi madre me llevaba a la habitación del hospital.
Él le dio la mano al niño, a la personita que más quería en la Tierra, que nunca crecerá y siempre lo recordará como a un héroe,
como si todo el pueblo cantara sus alabanzas.
Y no como el pobre diablo que tuvo que dejarlo todo atrás para escapar del hambre de la guerra roja,
abandonando sus sueños de músico para malvivir en una ciudad gris,
luchando por mantener a su familia a cualquier costo.
Me imagino a mi abuela recogiendo agua en el arroyo, de vuelta a casa pisando las baldosas rojas,
que desprendían el mismo calor que el fuego, enamorando a todos los mozos del pueblo.
En Valderrubio olía a hierbabuena, tanta que la bandera del pueblo es un fondo verde con un ramillete al frente.
Mi abuela, después de hacer los mandados —es decir, los recados—, iba a la casa de los Lorca.
Ella trabajaba en la casa de Bernarda Alba.
¡Sorpresa! Qué gente tan ilustre.
Eran los ricos del pueblo y de toda la Vega de Granada.
Gente limpia, ilustrada, con tiempo para crear el mundo del futuro.
Mi abuela fue como el titán Atlas: trabajadora, fuerte, inteligente,
capaz de cuidar a su familia y de sostener el cielo con los brazos mientras todo a su alrededor era barbarie.
Pero luego llegó la guerra.
Una lástima que fueran a buscar a un poeta maricón, enemigo de la patria, la basura azul de toda la vida.
Una lástima que obligaran, a punta de fusil, a mi abuelo a matar a su mejor amigo y vestirse con sus colores de mierda.
Una lástima que la basura roja se encaprichara de mi abuela.
Una lástima la hierbabuena quemada.
Una lástima de perros muertos.
Una lástima que el alcohol ahogara la frustración y los sueños rotos.
Una lástima de mujeres que cuidaban de todos para que nadie pensara en el hambre.
Una lástima de apellido.
Una lástima que nunca aprendiera a pintar porque me dan miedo los colores.
Una lástima que una madre le pidiera al nieto que acompañara al padre en sus últimos momentos.
Una lástima de personas muertas por el interés de los colores.
Una lástima de pueblo fantasma.
Una lástima un padre explicándole a su hijo cómo se siente estar muerto.
Una lástima de mote.
Una lástima, porque nunca más los volveré a abrazar.